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Magostos y castañeras

Publicado: 08/12/2011
LaOpinióndeZamora
    
  
 
RUFO GAMAZO RICO Escribió don Benito Pérez Galdós que todas las castañas del mundo tienen el mismo sabor y que solo en Madrid se les da el punto exacto del asado. Es probable que el gran escritor canario no conociera las excelencias del magosto; alguna diferencia habrá entre las castañas asadas en hoguera de leña o en el hogar portátil de carbón. Nuestros pueblos, empeñados en mantener usos y costumbres, reivindican en animada competencia el magosto que, como acredita este periódico, conserva gran fuerza de convocatoria. En cambio, la castañera madrileña se encuentra desde hace algunos años en el tobogán de la decadencia. Destacó en la variopinta galería de tipos populares de la Villa y Corte, donde había entrado por los barrios, en las postrimerías del siglo XVIII. Figura entrañable del costumbrismo, mereció la atención de periodistas y escritores: en el sainete «Las castañeras picadas», don Ramón de la Cruz elogia su donosura, desparpajo y gracia picante; un siglo después, Pérez Galdós las descalifica sin piedad pues afirma que «todas las castañeras son pendencieras, charlatanas y respondonas». La verdad es que la castañera había pasado del sainete al relato sentimental y compasivo; para la gente de pluma, ya no era la manola de rompe y rasgas, sino la mujerica que se pasaba el día y parte de la noche aterida ante el fogón callejero. El costumbrista «castizales» que lamenta la desaparición de los tipos caracterizados por un oficio humilde -el aguador, la vasera, el mozo de cuerda, el murguista, la castañera...- parece no tener en cuenta que en la desaparición ha tenido mucho que ver el progreso social que los ha redimido de una profesión ingrata.


La vida es rica en paradojas, abracadabrantes algunas. La primera década de la posguerra resultó beneficiosa -¡es un decir!- para las castañeras madrileñas que, en la medida de lo posible, contribuyeron a entretener la hambruna de la ciudad; seguro que la mayor parte del género lo adquirían de estraperlo, pero hay que agradecerles que no les faltara.


En su curiosa guía práctica de la salud, el señor Morales Casanova pondera las propiedades de la castaña: es nutritiva como el trigo y sabrosa por la sacarina que contiene. En arroz cocido con castañas pilongas tiene un gusto especial. Yo recuerdo que en mis años de hambre estudiantina y fría sin arrimo, aprendí a sacar provecho de su poder nutricio y calorífero. No pocas tardes caminaba desde mi pensión de Embajadores hasta el bar «Noventa» del Paseo de Extremadura; allí me encontraba con mi tío Demetrio Rico, el cual indefectiblemente me convidaba a leche con achicoria y una porra: bien merecía la generosa invitación tan larga caminata. Había comprado en la cabecera del Rastro ocho «calentitas» (una docena si había cobrado la beca), las había metido en los bolsos del abrigo para calentarme las manos, y sin prisas las había merendado mientras bajaba la Cuesta de los Ciegos y recorría la antigua Puente Segoviana. Había prolongado el humilde festín: el ansia, decía en mi pueblo el sentencioso señor Damián, no ayuda a la digestión.


Por aquellos años, el humilde pueblo madrileño agradecía el buen servicio de los puestos de castañas asadas; no es extraño que probado durante el cerco, con indecibles penurias, considerara el sabroso fruto del castaño como manjar de lujo y merecedor de cualquier sacrificio. En cierta ocasión presencié una riña entre vendedoras del hoy desaparecido mercadillo del Puente de Calero, cercano a la Plaza de Toros; la disputa fue larga y arriscada como todo contraste de pareceres; la terminó la más gritona con una frase que hubiera anotado el magistral Romero, tan curioso del lenguaje rabanero: «No te digo la individua que se les da de 'Marta la harta'...!, si por media docena de castañas entregó la virtud!». Cada cual es libre de poner su precio a las cosas.
Escribió don Benito Pérez Galdós que todas las castañas del mundo tienen el mismo sabor y que solo en Madrid se les da el punto exacto del asado. Es probable que el gran escritor canario no conociera las excelencias del magosto; alguna diferencia habrá entre las castañas asadas en hoguera de leña o en el hogar portátil de carbón. Nuestros pueblos, empeñados en mantener usos y costumbres, reivindican en animada competencia el magosto que, como acredita este periódico, conserva gran fuerza de convocatoria. En cambio, la castañera madrileña se encuentra desde hace algunos años en el tobogán de la decadencia. Destacó en la variopinta galería de tipos populares de la Villa y Corte, donde había entrado por los barrios, en las postrimerías del siglo XVIII. Figura entrañable del costumbrismo, mereció la atención de periodistas y escritores: en el sainete «Las castañeras picadas», don Ramón de la Cruz elogia su donosura, desparpajo y gracia picante; un siglo después, Pérez Galdós las descalifica sin piedad pues afirma que «todas las castañeras son pendencieras, charlatanas y respondonas». La verdad es que la castañera había pasado del sainete al relato sentimental y compasivo; para la gente de pluma, ya no era la manola de rompe y rasgas, sino la mujerica que se pasaba el día y parte de la noche aterida ante el fogón callejero. El costumbrista «castizales» que lamenta la desaparición de los tipos caracterizados por un oficio humilde -el aguador, la vasera, el mozo de cuerda, el murguista, la castañera...- parece no tener en cuenta que en la desaparición ha tenido mucho que ver el progreso social que los ha redimido de una profesión ingrata.


La vida es rica en paradojas, abracadabrantes algunas. La primera década de la posguerra resultó beneficiosa -¡es un decir!- para las castañeras madrileñas que, en la medida de lo posible, contribuyeron a entretener la hambruna de la ciudad; seguro que la mayor parte del género lo adquirían de estraperlo, pero hay que agradecerles que no les faltara.


En su curiosa guía práctica de la salud, el señor Morales Casanova pondera las propiedades de la castaña: es nutritiva como el trigo y sabrosa por la sacarina que contiene. En arroz cocido con castañas pilongas tiene un gusto especial. Yo recuerdo que en mis años de hambre estudiantina y fría sin arrimo, aprendí a sacar provecho de su poder nutricio y calorífero. No pocas tardes caminaba desde mi pensión de Embajadores hasta el bar «Noventa» del Paseo de Extremadura; allí me encontraba con mi tío Demetrio Rico, el cual indefectiblemente me convidaba a leche con achicoria y una porra: bien merecía la generosa invitación tan larga caminata. Había comprado en la cabecera del Rastro ocho «calentitas» (una docena si había cobrado la beca), las había metido en los bolsos del abrigo para calentarme las manos, y sin prisas las había merendado mientras bajaba la Cuesta de los Ciegos y recorría la antigua Puente Segoviana. Había prolongado el humilde festín: el ansia, decía en mi pueblo el sentencioso señor Damián, no ayuda a la digestión.


Por aquellos años, el humilde pueblo madrileño agradecía el buen servicio de los puestos de castañas asadas; no es extraño que probado durante el cerco, con indecibles penurias, considerara el sabroso fruto del castaño como manjar de lujo y merecedor de cualquier sacrificio. En cierta ocasión presencié una riña entre vendedoras del hoy desaparecido mercadillo del Puente de Calero, cercano a la Plaza de Toros; la disputa fue larga y arriscada como todo contraste de pareceres; la terminó la más gritona con una frase que hubiera anotado el magistral Romero, tan curioso del lenguaje rabanero: «No te digo la individua que se les da de 'Marta la harta'...!, si por media docena de castañas entregó la virtud!». Cada cual es libre de poner su precio a las cosas.


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